domingo, 10 de enero de 2010

Achicando tiempo




Junio de mil novecientos sesenta y cinco, ¿o era sesenta y cuatro?. Era junio, eso es seguro. No hacía aún el calor del verano y las tardes y las noches corrían deprisa, llevadas por la fragancia del aire.


Recuerdo sobretodo el olor de las rosas silvesres y el de las cañas al lado de los regatos. En aquel tiempo, las horas de la tarde y de la noche pasaban felices y volanderas. La mañana era distinto.


La mañana tenía su rutina de escuela, de atravesar campo y subir laderas, hasta llegar a una llanura, donde una iglesia, que no hizo nunca de iglesia, era la escuela. Tenía un magnífico soportal de piedra, aquella escuela, que como todo el edificio, figuraba encalado de un blanco grandioso, como la luz de junio.


Las mañanas de la escuela tenían el frescor y la templada luz de los campos florecidos y regados por generosos arroyos. El olor del espino, de la flor de oro y de las pequeñas y múltiples florecillas, poblaban la inmensidad de naturaleza que embriagaba los ojos y el resto de los sentidos.


Aquella escuela, que no fue nunca iglesia, con amplios ventanales, altos quizá, pero amplios, por los que la luz de la mañana de junio entregaba complacida, la tibieza de sus primeras horas, a la tarea perezosa de las letra y las cuentas. La nave de la proyectada iglesia, estaba sembrada de bancos y mesas con un agujero para el plumero. No había plumero, ´nunca lo hubo, como la iglesia que nunca lo fue, pero lo había. Mesas de roble y mesas de pino joven, pálidamente cobrizas, fuertemente veteadas por donde con facilidad el bolígrafo trazaba ríos, casas y montañas. Mesas cuadradas con su sillita infantil y corridos bancos de pino, donde hasta tres cabían, para los mayores del patio, que en todo caso no superaban nunca los doce años, edad casi adulta, en la que eran retirados de tan cabal institución, para ser llevados a cumplir la faena que importaba. Trabajar, trabajar el campo, donde la luz de junio perdía su tibieza, para ser rayo ardiente, en la espalda encorvada sobre los surcos.




Pero ese tiempo aún parecía lejos y primaba la algarabía desbordada en la hora del recreo, siempre escaso para la propuesta inagotable de juegos en la hierba, donde volver a aspirar su olor sagrado. Donde jugar a la sombra de los robles o a la frescura de piedra del portal -que nunca lo fue de una iglesia- para enjugar el sudor de los juegos al corro, o de las carreras de prolija variedad, en los juegos de grupo.




Aquella mañana de junio de mil novecientos sesenta y cinco, aunque tal vez fuese el sesenta y cuatro, la escuela terminaba con un anuncio de la maestra: por la tarde llegaría allí, a aquel sitio bendecido por la gracia de la luz, llegaría el invento del siglo. Los más pequeños y los menos pequeños que los más pequeños, acogieron el anuncio con griterio y sorpresa.


Aquella tarde de junio, cuando el sol declinaba, el campo se vio abandonado un poco antes de lo común, igual que el llano, habitualmente lleno de niños y polvo. En una de las casas, que hacía también de taberna, estaban reunidos los habitantes del mundo, de aquel mundo bendecido por la gracia de la luz y maldecido por la avaricia de su único dueño.




Junio, mil novecientos sesenta y cinco, la tarde caía sobre el llano y las encinas. En la casa-taberna a los ojos de todos, parpadeaba, haciendo rayas, un aparato inaudito e ignoto, un artefecto al que nombraban, televisión.


Ni las tardes ni las noches escaparían ya, a ser contables. Se deshizo el hechizo de un mundo sin tiempo. Entró la historia y hasta la geografía.